martes, 14 de agosto de 2018

Fragmento de un texto en preparación. "El Procedimiento"


Fragmentos (en preparación) de "El Procedimiento".
De Lamberto Arévalo. 2018

3. 

EL SENTIR INTERNO… 

“Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste”, se llama el siguiente cuadro:




Esta vez, Turner saca la mitad de su cuerpo por la ventanilla de un tren en marcha. En esa posición, va a utilizar esa especie de invisible medidor de sismos que tiene, para captar y retener el caos; luego de eso volverá a su estudio y pintará este cuadro. Ese tren es el más moderno de su generación, de los primeros; el puente una hazaña de la ingeniería de aquél entonces, alrededor del año 1844. Entre las tinieblas, apenas se nota la presencia de una barca. Y más a la izquierda, pareciera venir de otro mundo: una liebre. Por lo general se dice que con esa liebre, Turner quiso pintar la velocidad. ¿Una ilustración de la velocidad? Difícil aceptar esa lectura. Así como el tren no está retratado en detalle, ni tampoco el puente sobre el que corre, apenas distinguimos las arcadas de otro puente que no sabemos hacia dónde va. El rascado sobre la tela crea un ritmo absoluto entre el cielo y la tierra-aguas; toda la pintura está al borde de algo que no sabemos qué es, un vértigo. Y, en el medio del abismo, la liebre, trazada con firmeza, con definición. Esa liebre suspende el ritmo que parecía estar por determinar toda la composición, casi que distrae a nuestra mirada: ¿qué hace ahí una liebre, que además parece cayendo o suspendida en el espacio? Pero, además, ¿de quién es el punto de vista de este paisaje? Como con “Tormenta de nieve…”, si Turner se encarga de que sepamos en dónde estaba cuando comenzó el procedimiento para realizar su cuadro, tanto en uno como en otro caso, jamás el resultado será el del punto de vista de quien está inmerso en la situación, en lo que hay de situación en cada uno de estos cuadros. Ni el punto de vista era el de alguien sujetado a un mástil allí en plena tormenta, ni ahora el de uno que va con medio cuerpo afuera de la ventanilla de un tren mientras, éste, atraviesa un puente a toda velocidad. Hay un salto, un enorme salto sobre el mismo lugar. La distancia que recorre el pintor en este salto queda impregnada, es una distancia de impregnación, e impregnante. Cohesiona lo sucedido y lo que jamás sucedió, o sí, pero solo en cuanto y en tanto, el acto de pintar ahora es en donde las cosas suceden, cohesionando líneas y fuerzas, que tan solo ahora se presentan como actos presentes de algo que ya pasó y que jamás podría suceder así como lo estamos viendo ahora. En esa aprehensión, la presencia de una liebre entre la lluvia, el vapor y la velocidad, solo es posible por la visión de aquello que conoce a tal punto de velocidades que ya ni se mueve, que apunta a distancia hacia eso que para otros podría ser su fin, y lo hace conmover, estallar, saltar por los aires, antes que registrarlo como una fotografía.

Se podría creer que es forzada la siguiente impresión: hay una tortuga mirando a través de Turner. Alguien que porque es tortuga observa la velocidad y la puede pintar sin caer en sus garras, alguien que habita en velocidad infinita (sin medida), que adivina más que prepara lo que se va a ver, una tortuga que sabe hace rato, desde hace muchos siglos, que la liebre siempre perderá y se perderá de la visión.


4. 

BESTIALIZAR… 

Llorar a lo bestia. ¿A quién no le pasó aunque sea una vez? Sentirse observado por alguien que es otro, por algo que está ante quien es llorado cuando se llora a lo bestia. Se llora, se ve a este otro. Uno que mira cómo lloramos. Que está tranquilo, atento, paciente. Percibe la válvula funcionando y decide respetarla (las válvulas suenan mejor que los microtransistores, captan más fielmente el rango de la onda sonora). Y entonces, llorar es la expresión de un grito convertido en un sí mismo desbordado, por eso el agua, por eso se “llora a mares”. Por eso algo se ha roto cuando lloro y por esa grieta salen despedidos los momentos contraídos y envueltos por su baño, su capa marina, que no tanto ahora deja ver los motivos del llanto, sino más bien le dan a nuestras aguas otro mundo y paisaje, una zona nueva por donde huir. La bestia mira, mientras tanto, cómo se llora -a lo bestia-. En las aguas se esconde la bestia para que se la pueda sentir mejor. Sin imagen, la bestia del alma se presenta como lo que es: inocente, pasiva, un ser de conocimiento. Por eso, no sé cómo, pero sé que me está mirando y sé que soy yo, no tengo otra manera de expresarlo en ese momento mientras lloro, ni ahora…

Gombrowicz decía: “no sé quién soy, pero sufro cuando me deforman”. Es muy exacta la expresión y por eso mismo es incomprensible sin sentirla. Cuando sufro es cuando adquiero –aunque sea por unos minutos, o unos segundos- la comprensión de que está muy bien no saber quién soy, pues solo mi alma sabe de mis deformidades. Y si sólo ella sabe de estas, es muy probable que también sepa de mis alegrías –si es que es válido vincular a la alegría con lo contrario a la deformidad, aunque no estemos seguros, pero en este contexto funciona-. Decimos que el alma sabe solo porque sentimos esa presencia –la bestia- como lo único capaz de observar en paz nuestros sufrimientos, porque no se deja alarmar por los signos del incendio -o ahogo- de un sentimiento oscuro envolviendo a nuestro (un) cuerpo. Nos olvidamos así, por un momento, que la condición de saber siempre funciona de un modo distinto en lo social. Por lo tanto, llorando, sufriendo, deformándonos descubrimos dos cosas: si, puede ser que mi cuerpo y mente sean el producto de una maquina social, pero también puede ser que el mixto que me constituye habitualmente disponga de las herramientas (o la herramienta) para construir y ser construido por otra máquina, para ser atravesado por la bestia.

“No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman.” El soy que Gombrowicz desconoce sufre gracias a la experiencia de ese otro que lo hace y que se hace conocer en carne viva. En esa porción de carne viva o, más bien dicho, que ahora se siente viva. No podría ser otra cosa que una porción, y, lo que es lo mismo: un flujo. Sentir así la experiencia del sufrir podría ser lo contrario al sentimiento de autopiedad, que más que provocado por una tristeza, produce a lo triste. El efecto-triste, aquello que hace decir “estoy triste”, de cierta y numerosa parte de los modos de existencia actuales situados en lo que podemos llamar “zonas progresistas” de hoy, se basa sobre todo en la construcción permanente de un “yo soy” (popular, de izquierda, moderno, etc., anti-neoliberal) que hace de lo que deforma un espejo de su propia necesidad. Este progresismo de izquierda se queja y entristece, basándose en la auto-imagen que tiene de sí y que la opción liberal de vida opone a ese sí mismo que pretende construir. Si este progresismo acusa de cínica a las fuerzas del sistema de derecha capitalista, a las que antes suponíamos dueñas exclusivas de la idea del “yo soy”, al mismo tiempo toma la posición de un cinismo que ahora es de izquierda. Así dirá, entonces: “Sé quién soy, por lo tanto sufro cuando me deforman.” Así, izquierda y derecha, acá, forman las dos caras de una misma moneda. Las izquierdas que deberían reforzar la necesidad de descubrir, inventar y crear las bestias políticas de hoy, tan solo se regodean y esperan que les llegue su oportunidad, ya sea que dicha oportunidad llegue por méritos propios o desaciertos ajenos. Más que nada por lo último. Como aseguraba en su famosa frase Perón, “Yo no haré nada. Todo lo harán mis enemigos”, (en otras palabras: ellos solos harán todo para que no quede otra opción de que nosotros volvamos al poder). Dicha oportunidad ya ha llegado y está llegando todo el tiempo, es la que alimenta la sensibilidad de dichas posturas. Por eso mismo, tales posturas se ven imposibilitadas de escapar al significante redundante que viaja fijamente de un extremo a otro. Viaje fijo y en el vacío, sin dirección mutante. Cinismo sin ideología establecida, o que hace de la ideología lo que siempre fue, un disfraz para tomar el poder.

Lamberto Arévalo - 2018

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